XXII

La luz artificial sustituye al sol, el plástico y el metal a las plantas. El vagón de metro se mueve en la oscuridad como un gran invernadero, a temperatura constante, lleno de figuras inmóviles, casi disecadas, involución de la especie a un orden insectívoro. Una chica de negro, apoyada en la puerta, con coleta, sujeta un smartphone como si fuera un crucifijo, las dos manos entrelazadas. En cada pulgar lleva un anillo plateado; teclea con los dedos arqueados, a modo de pinzas, sin mirar alrededor. La ligera inclinación, reverencia al vacío a medio acabar, revela un anquilosamiento, un caparazón, la rigidez forzada del creyente; la postura es la imagen zoológica de una nueva fe, oración sin dios, de la última sumisión, la religión de los vencidos, de los postrados, preparados para recibir y ejecutar las órdenes del nuevo milenio, aunque impliquen su muerte y la de los demás. El becerro de oro cabe en la palma de la mano. Miles de años de evolución aparalela han llevado al logro de una imagen humana de la Mantis religiosa, a la identidad de la presa y el depredador, que se devora a sí misma porque no cree en nada, autofagia que un dispositivo de retroalimentación facilita e incrementa, no cesa de aumentar, hasta alcanzar el punto de no retorno, de pérdida, de caída en una abstracción cerrada al mundo. En la brizna de hierba, el insecto espera inmóvil, un ligero balanceo señala que no está muerto; la especie humana no tiene tanta suerte, el movimiento frenético, la aceleración, indica justo lo contrario, la inercia de un cuerpo social sin vida, los últimos estertores. Millones de personas entonan la oración fúnebre de su propia destrucción; la vuelta a la normalidad es la definición exacta.