XXIII

La historia del retrato inició un giro sorprendente con el advenimiento y la universalización del uso de las cámaras fotográficas; el culto a la sonrisa contemporáneo, asociado a un retrato ideal, es un hecho raro y aislado en épocas anteriores a la industrialización y dominio técnico del planeta. Sólo hay que pasear por las galerías de cualquier gran museo para observar que no era así cómo querían ser retratados para pasar a la historia. No querían ser recordados en una actitud que denotaba falta de seriedad, el mal gusto, la debilidad de carácter de querer resultar gracioso para los otros. La sonrisa era antes que nada una ausencia porque era en la vida donde había que reír y no en la imagen. En la actualidad, es exactamente al revés: se sonríe en la imagen, para la fotografía, porque la risa se ha vuelto imposible en (la) realidad, y tanto más nadie sabe reír en cuanto que la técnica, y no el cuerpo, es la única que incita, asegura, el estereotipo de bienestar. La impostura del cristianismo, de la resignación unida a una felicidad lánguida, existía como un hecho larvado que todavía no había eclosionado, desarrollado todas sus consecuencias. Ahora, se puede decir sin reparos que somos plenamente cristianos, esto es, felices sin ningún motivo para serlo, sonrientes sin nada que haga reír. Prueba de ello es el empeño en buscar palabras privadas de sentido que, al ser articuladas, tengan como resultado una buena sonrisa en el momento de tomar la fotografía; se valora la abertura de los labios más atractiva, que la lengua quede oculta y una presencia discreta de los dientes. Es la imagen de la salud y del bienestar físico y psíquico, a falta de un cuerpo y un alma reales, una imagen tan sólo pensada, una imagen del pensamiento sobre el cuerpo. Cada idioma, cada cultura tiene su palabra preferida. Ouistiti en francés; Famiglia en italiano; Patatas en español; Marmolada en polaco; Zaag Eens Kaas en holandés. En otras ocasiones, ocurre justo lo contrario, la palabra se carga de sentido y se vuelve sintomática. Un grupo de agentes de seguridad del estado, se reúne de forma periódica para hacer ejercicio al aire libre, una actividad fuera de las horas de trabajo que se supone refuerza el espíritu de equipo y la unidad de los sujetos. Está claro que lo consigue, porque en el momento de hacerse la habitual fotografía de recuerdo, la palabra que pronuncian sus labios, para obtener una sonrisa perfecta, es Machete, prolongando la última sílaba en medio del entusiasmo colectivo. El doble sentido se revela muy apropiado para la actividad laboral que desarrollan, entre bromas, dicen lo que son en la imagen y en la palabra, por duplicado. El brazo ejecutor de la justicia se ha transformado en una policía poética, que cuida hasta el mínimo de los detalles.

XXII

La luz artificial sustituye al sol, el plástico y el metal a las plantas. El vagón de metro se mueve en la oscuridad como un gran invernadero, a temperatura constante, lleno de figuras inmóviles, casi disecadas, involución de la especie a un orden insectívoro. Una chica de negro, apoyada en la puerta, con coleta, sujeta un smartphone como si fuera un crucifijo, las dos manos entrelazadas. En cada pulgar lleva un anillo plateado; teclea con los dedos arqueados, a modo de pinzas, sin mirar alrededor. La ligera inclinación, reverencia al vacío a medio acabar, revela un anquilosamiento, un caparazón, la rigidez forzada del creyente; la postura es la imagen zoológica de una nueva fe, oración sin dios, de la última sumisión, la religión de los vencidos, de los postrados, preparados para recibir y ejecutar las órdenes del nuevo milenio, aunque impliquen su muerte y la de los demás. El becerro de oro cabe en la palma de la mano. Miles de años de evolución aparalela han llevado al logro de una imagen humana de la Mantis religiosa, a la identidad de la presa y el depredador, que se devora a sí misma porque no cree en nada, autofagia que un dispositivo de retroalimentación facilita e incrementa, no cesa de aumentar, hasta alcanzar el punto de no retorno, de pérdida, de caída en una abstracción cerrada al mundo. En la brizna de hierba, el insecto espera inmóvil, un ligero balanceo señala que no está muerto; la especie humana no tiene tanta suerte, el movimiento frenético, la aceleración, indica justo lo contrario, la inercia de un cuerpo social sin vida, los últimos estertores. Millones de personas entonan la oración fúnebre de su propia destrucción; la vuelta a la normalidad es la definición exacta.

XXI

Los detalles insignificantes marcan la pauta de los acontecimientos, apenas una insinuación, una nota al margen, de consecuencias devastadoras. La palabra CONTROL marcó el final del siglo XX y sin duda marcará por entero, hasta absorber toda forma de vida, el XXI, desde el control de la expresión génica a las nuevas tecnologías de procesamiento de la imagen mediante puntos de control, del control variable del tráfico aéreo y terrestre a los múltiples puestos de control, mortíferos, que inundan las zonas más peligrosas del planeta. Entre todas sus materializaciones, la más inocua, la más universal, es la más representativa, la que indica la consumación del ciclo, la aceptación incondicional de una obediencia sin límites: la tecla Ctrl. A modo de icono en el centro neurálgico de la tecnología, sello de una situación de dominio, representa en el teclado exactamente lo que es, una tecla modificadora que no tiene una función por sí misma, que no vale nada, que debe ser presionada junto a otra para funcionar. Una esterilidad profunda que, no obstante, cuando se pulsa en conjunción con otra tecla, realiza una operación especial, hace que el proceso de datos, la distribución jerárquica de las òrdenes y las funciones se ponga en marcha. El ordenador ejecuta el proceso controlado tal cual los flujos normativos, las consignas sistemáticas, las directrices, supervisan cada uno de los actos de la vida cotidiana. La serie Ctrl + Alt + Supr sería ejemplar en este sentido, en cuanto a la gravedad de sus efectos, ya que reiniciaba el sistema, en caso de bloqueo. El orden de vida actual, sometido a una actualización continua, aparece como una modificación operativa, en algunos casos sustancial, una supervisión a todos los niveles, que, paradójicamente, no vale nada, tiene un contenido cero, es una ley vacía, pero que, por ello mismo, lo cambia todo, lo fagocita todo sin hacer nada, obliga a cualquiera a cualquier cosa, parásito digital. El poder es tan fácil, se funda en algo tan sencillo, como conseguir que millones de personas pulsen una tecla millones de veces al día en millones de lugares. Para NADA. Por NADA. Es sólo una tecla.