XII

Los amantes de las armas de fuego arguyen en su defensa que es el único ingenio humano de reducidas dimensiones capaz de detener la carga de un elefante enfurecido de varias toneladas. Con el mismo entusiasmo, explican cómo el arma reglamentaria del ejército, el fusil de asalto, practica un agujero del tamaño del puño en el cuerpo del enemigo; esta herida implica la muerte segura en cualquier área que no sean las extremidades, es mortal en tronco y cabeza. La diferencia entre el tamaño de la bala y el efecto devastador es debido a que no sigue una trayectoria rectilínea, sino que el ánima estriada del cañón imprime un movimiento en espiral al proyectil que sale por la bocana. El daño todavía puede ser peor si se practica una cruz en la punta de la bala; al penetrar en el organismo, estalla y se rompe en pedazos. Disparar siempre es un acto demasiado fácil para el tirador y de consecuencias difíciles de asimilar, mortales con frecuencia, para la vida del objetivo. Esta desproporción sólo se igualaría si el cazador o el soldado experimentara en su propio cuerpo los efectos del disparo, compartiera el dolor de la víctima.